Voy rumbo a una comunidad, con un grupo de misioneros cristianos, en un viaje que será de cuatro a cinco horas por carretera. Durante el trayecto, me entretengo prestando atención a los cactus con espinas rojas que se hallan a orillas de la carretera, resaltando de los demás por ser minoría, cuya forma redondita, por alguna extraña razón, despiertan ternura en mí y me cuesta trabajo quitarles la mirada, mientras estoy en eso van pasando por mi mente muchos pensamientos, entre tantos, estos resultan reiterativos:
- ¿qué rayos estoy haciendo?, ¿qué voy a hacer allí?.Nunca he ido a una experiencia de este tipo, así que hago un esfuerzo por indagar con mis compañeros de viaje ¿cómo será el asunto?; no logro que profundicen mucho en el tema, y únicamente me entero que es una comunidad en la que algunas personas tienen mucha necesidad económica, donde no habrá las comodidades típicas de la ciudad. Aunque cuento con un trabajo estable bien remunerado, este mes he tenido muchos gastos por lo que no traigo dinero; se lo hice saber al lider del grupo, y me dijo que no importaba; pero en mí eso reconfirma la teoría que tengo de que mi presencia en aquel lugar será inútil, lo único que traigo conmigo, hace varios días ya, es un desgano por la vida tal, que levantarme de la cama resulta casi doloroso, y por si fuera poco ni siquiera tengo fe.
Hemos llegado por fin, algunas familias del lugar nos dan asilo, y a partir de entonces nos despertamos muy de mañana, las 6 a.m. quizá, durante una semana, a realizar actividades propias de la temporada de cuaresma, no pensé que me encontrase en el punto donde ya no extrañaría la señal telefónica de la que carece el lugar, estoy totalmente ajena de la ciudad. Recién llegué, tal carencia era casi lo único en lo que pensaba. Debo admitir que el olor que desprende la humedad en la tierra y la frescura del viento, suave, que hace crujir en los árboles las hojas al rozarse unas con otras, contrastados con el bochornoso pavimento y el ruido del tráfico de coches, al que estoy acostumbrada, logran un deleite en mis sentidos de tal manera que no tengo cabeza para nada más que disfrutarlos, y todos los días al caer la noche termino el día hipnotizada de su cielo raso y estrellado.
Así, haber cumplido una semana hoy, es una especie de logro para mí. Aunque soy distante, y mi actitud ha sido mas bien del tipo expectador toda la semana, mientras van llegando los creyentes a la iglesia para que oren por ellos y con ellos, no pierdo la oportunidad de observar todo. De pronto ha dejado de llegar gente y todos se distribuyen en grupos de 2 o 3 personas, dispersos, en las bancas de la iglesia. Entre la tarea de observar, por breves lapsos de tiempo echo un vistazo en mi interior y percibo lo inadecuada que me siento para esta clase de eventos, y me digo constantemente:
- Sólo será una hora, y cada minuto que pasa es un minuto menos.En esta espera, yo un tanto desesperada, de alguna forma me parece que cada cual tiene su lugar, a excepción de mí. Me encuentro sentada en una de las bancas de la primera fila, sola. No han pasado ni cinco minutos cuando escucho el rechinido de la puerta principal anunciando la entrada una señora de unos 70 años aproximadamente; el pánico hace acto de presencia en mí, y repito mentalmente:
¡Por favor que sólo venga a confesarse!Poco a poco, con el paso lento que suele caracterizar a las personas de edad avanzada se acerca a mí, pronunciando las palabras que tanto temía:
-¿Puedes hacer oración por mí, mija?.No puedo decirle que no, cuando sus ojos parecen estan cubiertos de una capa cristalina que tirita presagiando estar a punto de estallar en lágrimas y sus manos temblorosas toman mi brazo para hacerme comprender que eso que causa el tiriteo es algo que le invade todo el cuerpo, entonces no tengo más opción que decir que sí y tomamos asiento en la banca más proxima. Con una voz ansiosa me cuenta cómo su hijo se fue hace dos años y desde entonces no sabe nada de él, que no pasa un día en que no se pregunte ¿cómo estará?. Me quedé callada un rato y intentando encontrar algo que decir sin sentir que le estoy dando falsas esperanzas, me parece que sería cruel de mi parte hacer eso. Entonces se me ocurrió algo, palabras que tan bien son para mí:
- Entre toda la pena y el dolor siempre hay algo por lo que estar agradecidos.Levanto la mirada y veo frente a mí a un hombre humillado, ensangrentado, crucificado. Comienzo a reflexionar sobre como todos hemos de pasar sufrimiento de algún tipo en nuestras vidas, y añado a mis palabras:
- Todos cargamos nuestra cruz, no creo que sea un castigo, es la vida. ¿Usted cree en Dios?Ella contesto que sí, entonces procedemos con la costumbre, que es agradecer a Dios lo que tenemos y perdirle valentía para soportar el dolor. Después de hacerlo nos quedamos un rato haciéndonos compañía en silencio, no puedo decirlo con certeza pero se le ve más tranquila, ya no tiemblan sus manos y su mirada es serena, me da las gracias, un abrazo, se despide y se marcha... seguramente, sin saber la resignificación que esa experiencia trae a mi vida.
Comentarios
Publicar un comentario